México es noticia, y claro, no solamente porque haya vencido a Alemania por primera vez en un mundial (1-0), sino porque Andrés Manuel López Obrador fue electo presidente de la nación mexicana. Un político curtido como líder social, y con una marcada orientación hacia la izquierda, gobernará el país de habla hispana más grande del mundo, la segunda economía de América Latina, el vecino del sur de la gran potencia universal.
Los datos precisados por el medio gráfico El País, reflejaron que según el conteo rápido del Instituto Nacional Electoral, el líder de Morena obtuvo entre el 53% y 53,8% de los votos, por delante de Ricardo Anaya (22%-22,8%) y José Antonio Meade (15,7%-16,3%). Esto significa que López Obrador es el presidente con mayor respaldo de la historia de México.
No hizo falta, en cualquier caso, esperar a tener resultados oficiales, ya que tras conocerse las encuestas de salida, sus dos rivales, reconocieron la derrota y felicitaron al ganador.
Pero México no solo ha elegido presidente, también parece haber apostado a un futuro distinto. La victoria supone un tsunami político, porque el líder de Morena, el partido de López Obrador, gobernará también la Ciudad de México y obtiene el poder en varias gobernaciones. Si hace 18 años el país decidió poner fin a la hegemonía del PRI, tras 70 años, ahora exige una transición, un cambio de régimen tras dos décadas de alternancia entre los partidos tradicionales.
Puede sostenerse, conforme lo establecen diferentes analistas, que el triunfo de López Obrador es la constatación de que el país exige a gritos un cambio. El hartazgo y el enojo con el sistema actual han podido más que cualquier otro factor.
Es válido destacar que México le brinda la oportunidad a quien se lo había denegado en dos ocasiones. Con sus 64 años, el líder de Morena promete una transformación a la altura de la Independencia, la Reforma y la Revolución, tres bastiones en los que, se piensa, basará su mandato.
López Obrador deberá concretar cómo acabará con la corrupción más allá de la honestidad que promulga y tendrá que definir un plan para reducir los niveles de violencia, en los que se encuentra envuelto el país centroamericano. Así también, será responsabilidad del electo presidente, superar la polarización generada durante una campaña repleta de crispación.
México ha dado en las urnas la espalda al legado de Enrique Peña Nieto, encarnado en José Antonio Meade y ha rechazado también el cambio que proponía Ricardo Anaya. Lo ha hecho de manera abrumadora en una jornada democrática como se recuerdan pocas, ya que, a lo expresado por El País, no se registraron incidentes o acusaciones de fraude de ida y vuelta.
El líder de Morena ha sabido incorporar a críticos a su proyecto, pero sigue teniendo cuantiosos detractores, que no confían en él. Estos consideran que la aparente moderación de su discurso es una fachada. Si para la elección consiguió despejar la idea de que es un peligro para México, a partir de ahora deberá alejar los fantasmas que lo consideran un autoritario y que gobernará para todos los mexicanos. En su primera intervención tras la victoria, López Obrador llamó "a la reconciliación de todos los mexicanos", al tiempo que lanzó un mensaje de tranquilidad para los inversores y el sector empresarial.
Sin embargo, la contundente victoria de López Obrador pone patas arriba el sistema tradicional de partidos de México. Desde 1988, la política mexicana ha girado principalmente en torno al partido hegemónico PRI; el conservador PAN y el progresista PRD. Todo eso puede quedar reducido a cenizas. Tan significativa es la victoria del líder de Morena como la derrota del resto de partidos.
La irrupción de Morena, la formación creada ad hoc por López Obrador, como principal fuerza en el Congreso, pone a la izquierda ante un reto ingente, en la medida en que el triunfo lo ha logrado en coalición con un partido, Encuentro Social. En el polo ideológico opuesto, la formación evangélica se prepara para tener en el Congreso un peso que jamás había soñado.
El final del sexenio plagado de violencia y corrupción, junto a los resultados de esta elección, complican sobremanera la imagen del presidente –durará cinco meses aún en el cargo- y deja muy tocado al grupo que le ha apoyado todo este tiempo. Entre muchos dirigentes del denominado viejo PRI cunde la preocupación de que, de no lograr una transición rápida en el poder del partido, la estructura se pueda ver absorbida por el ascenso de Morena.
El futuro de la derecha tampoco es nada halagüeño. El PAN se ve ahora envuelto en una encrucijada. Ricardo Anaya entregó su caudal político al éxito del Frente, una alianza con la izquierda, que propició desde la presidencia del partido conservador. La apuesta, no obstante, generó una división en el PAN. Los detractores del candidato consideran que, de haber ido en solitario, el tradicional partido opositor mexicano hubiese tenido más opciones de enfrentarse a López Obrador.
Los gestos contra Anaya se han multiplicado desde el mismo momento de su designación. También la dirigencia del PAN ha movido ficha al respecto. Horas antes de la elección, la formación expulsó a varios dirigentes con peso antaño, una señal que muchos interpretaron como la aceptación de la derrota por anticipado, un intento por contener una crisis que se antoja inevitable.
México aún deberá afrontar cinco meses de transición y para el comienzo de una nueva era. Un desafío que trasciende a un país de 120 millones de personas, que ha decidido abrir la puerta del poder a la izquierda.